Esa estática

Llega mi cumpleaños y J. me regala una biografía de quinientas páginas. Soy incapaz de enfrentarme a un libro de ese tamaño, no puedo entender que alguien necesite tantas palabras para contar algo, cualquier cosa: una vida, la historia de la humanidad, lo que sea. Normalmente los descarto de plano. Pero J. me insiste a leerlo. Somos amigos hace casi treinta años. Le hago caso, lo leo. Y no puedo dejarlo.

Es la historia del extenista Andre Agassi. Como toda biografía, intercala historias de infancia, amistades, familia, grandes batallas, ilusiones y decepciones. Incluye, por supuesto, relatos de partidos épicos, casi punto por punto, game a game. Me encanta porque las competencias son como vidas en miniatura. Hay momentos de reconocimiento, de impulso, ratos de madurez, caídas, recuperaciones. Es como una mamushka de vidas. Pero, sobre todas las cosas, la biografía encuentra su eje en la historia de una gran contradicción, la madre tal vez de todas las contradicciones: lo que hacemos con nuestras vidas versus lo que queremos hacer.

Agassi odia al tenis. Siempre lo odió. Desde sus días sin lenguaje, se dormía mirando un móvil hecho con pelotas de tenis que colgaban sobre él. Sus zapatillas rotas se reforzaban con el reverso de pelotas gastadas. Su padre lo entrenaba en el fondo de su casa con una máquina que él mismo había construido para que su hijo golpeara millones de pelotas al año. Primero el mandato, luego el talento y por último la inercia: tal vez una de las personas más exitosas del mundo en términos de reconocimiento, no pudo nunca tener el control sobre su propia vida. Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él, es imposible no recordar esa cita, tan vapuleada que ya no tiene autor. Quien sea que la haya escrito, bueno, gracias. ¿Sartre? Gracias.

Open, la biografía que es la excusa de este texto, no es un libro con grandes frases y eso vuelve al relato en primera persona casi como una especie de confesión y eso es algo hermoso también: la liberación que parece sentir desmontar un mito, su propio mito. (Pregunta para los escritores: ¿es necesario mostrarse inteligente para escribir un gran libro?). Todo transcurre en la estática que separa al deseo de estar al mando de su vida y la sucesión de acontecimientos que van marcando su destino. Puede verse esa electricidad, es ahí donde habita todo lo que acontece. ¿Es acaso posible no sentirse representado por esta tensión?

Es ese planeta, tan híper poblado, el que más me interesa, o el que el libro nos dispara. ¿Por qué nunca nadie nos habló de este lugar? ¿Qué cosas son la vocación y todas esas chorradas? (la biografía está tristemente traducida al español de España). ¿Por qué no hablamos de las cosas que nos pasan a todos, o a casi todos? Vivimos bajo una regla que la marca la excepción.

Hay un cuento de príncipes y princesas de la edad madura que tiene dos protagonistas: la vocación y la independencia. El filósofo coreano Byung-Chul Han define a nuestra cultura occidental como a “la sociedad del rendimiento”. Y es interesante porque une estas dos deidades que mencionábamos recién. Suprime la violencia frontal de la coacción por una invisible, acaso ligada a la vocación y a la libertad: cada uno debe ser el señor de sí mismoLa historia de la violencia, dice el filósofo, culmina en esta unidad entre víctima y verdugo, amo y esclavo, libertad y violencia. La violencia se traslada hacia adentro.

Agassi lleva más de veinte años de carrera y no suprime la pregunta: ¿qué hago acá? ¿Por qué no lo abandono? Rompe trofeos, consume drogas, pierde intencionalmente partidos importantes, se emborracha o pasa días durmiendo. Y en un momento frena todo y cree comprenderlo de una vez. Dice: ¿Cuántas veces más tendrán que mostrármelo? Es por eso por lo que estamos aquí. Para luchar entre el dolor y, siempre que sea posible, para aliviar el dolor de los demás. Así de simple. Y tan difícil de ver.   

Publicado en la Plataforma No Me Grites

Esa estática

Un día

Nina empezó la escuela hoy, como otros tantos niños y niñas en todo el país. Fue el primer día de, al menos, los próximos trece o catorce años, no lo sé. Es lunes a la mañana, cerca de las nueve y llegamos al colegio, esa mole intimidante de puertas y techos altos, de decenas de desconocidos igualmente nerviosos, ansiosos y expectantes. Está húmedo, es verano y estamos al lado de un río. Los pisos son de colores, las ventanas tienen rejas y guirnaldas (pienso en la potencia simbólica de esta combinación), las paredes con carteles, murales, indicaciones: todo habla, todo dice. La angustia de llevar puesto un guardapolvo, esa especie de mantel con mangas y cuello de elástico que todo lo cubre, se disuelve cuando Nina ve que todos visten igual, que los chicos y las chicas que estiran los brazos para medirse la temperatura corporal, todos llevan un sobretodo azul acampanado con un osito bordado al centro. Ya no es tan feo. Las medias blancas, altas, los pelos peinados con trenzas y rayas al medio, todos parecen ser parte, quizás por primera vez en sus vidas, de algo así como un equipo, de un conjunto de personas que comparten una vestimenta, un espacio y un tiempo. La escena es esperanzadora, hay una sensación inequívoca de que ahí mismo hay algo en construcción, algo nuevo que late, lo sienten los chicos, lo empujan los y las docentes que flexionan las rodillas ante cada uno que pasa, lo saludan, le sonríen, lo animan; y lo saben también los padres y madres, ese invitado obligado que nunca acaba de entender su lugar en este juego. Nos incitan a pasar, y pasamos, “por única vez”, aclaran. Me parece bien, digo. Nosotros entramos, la seguimos a Nina que ya no parece esperar nada de nosotros, que abre sus ojos grandes para absorber todo lo que la luz nos muestra, y pasamos por puertas que se abren, pero que no son las nuestras, salones grandes con aros de básquet y niños más grandes, más rejas, más colores, salas llenas de libros y “burbujas”, el nuevo nombre para decir aulas: cruzamos la azul, la amarilla, la verde y por fin llegamos a la roja. Nuestra burbuja. Ahí va Nina. La seño Dai que conocimos por whatsapp en modo pandemia, no parece la misma, ahora tiene barbijo y usa una máscara transparente como de una soldadora, pero se encarga de reír con lo que apenas podemos reconocer: se le estiran los ojos, se enrolla levemente la frente y los hombros se fruncen hacia arriba. Hola Nina, dice, y Nina pasa adentro como si siempre lo hubiera hecho igual. Elige su silla, la que le indican, y apoya su bolsita sin mirar atrás. Todo empieza ahí. En ese momento. Y nos miramos con Leti, porque sobramos ahí, porque ese lugar que tanto miedo y tanta ilusión nos genera, nos está diciendo que estamos de más. Entonces salimos despacio y alargando el camino, (María la Paz, la paz) como quién espera que le inviten un último café, pero nadie lo hace y nos subimos al auto y lloramos porque no hay otra cosa que podamos ni queramos hacer. Ponemos música. Es alegría, es inseguridad, es miedo: es la más profunda felicidad. Más tarde, y ya con el corazón en calma, noto que situaciones como éstas deben estar pasando en las cerca de 60 mil escuelas en todo el país: sesenta mil. Es un número inmenso que tendemos a naturalizar. La trama educativa involucra, en todos los niveles, a cerca de 15 millones de personas, entre alumnos y docentes.  Imagino escenas como la de esta mañana, multiplicadas por tantas. Imagino cientos de miles de niñas como Nina, o Francisco, o Pilar, o Mateo. Sus familias, sus maestros. Sus expectativas. ¿Es esto el futuro? No sé. O acaso el futuro no sea un lugar imaginario sino tan solo esa chispa del presente que pone los motores a funcionar. Un día. Como hoy.  

Publicado en el periódico Otro Punto

Un día

La foto más fea

Tal vez sea Thomas Piketty el economista más leído y más referenciado del mundo en este momento. Con un perfil estrella, el intelectual francés trabaja y condensa toda su obra sobre el tema que más lo obsesiona: la desigualdad. Para decirlo en términos de relaciones, lo correcto sería afirmar que Piketty estudia la vinculación entre el desarrollo económico y la distribución de los ingresos y la riqueza. Spoiler: la desigualdad económica, afirma Piketty, no es un escalón previo hacia el desarrollo económico.

Lo cierto es que el Thomas (como le decimos los amigos) acaba de presentar un monumental estudio estadístico con el apoyo de otros 150 investigadores de todo el planeta en el que recaba información relativa a más de 173 países del globo, representando así al 97% de la población mundial.  El magnánimo estudio se llama Base de datos sobre la desigualdad mundial. Basta con poner ese título en el buscador de Google. Se trata quizás de la foto más grande que jamás se haya sacado, casi en tiempo real.              

Quisiera compartirles algunos resultados de este estudio, pero no sin antes recomendarles que pasen por ahí porque está hecha para jugar, para pasearse por los datos, para disfrutarlos e interpretarlos. Por ejemplo, un modo de navegarlo es paseándose país por país para poder leer qué porcentaje de la torta total de una nación (ingreso nacional) se lleva el 10% más rico de cada país. Así, podemos ver que en Argentina el 10% más rico se queda con el 39,5% de la riqueza, que en Brasil es el 57,3%, en Chile un extraordinario 60,2% (superior, por ejemplo, a la India) y en países con una distribución más pareja del ingreso, como Suecia, el 10% más rico se queda con el 28,8% de la riqueza. ¿Estados Unidos?: 45,4%.

La contracara de esta foto tiene que ver con el porcentaje de la riqueza nacional con la que se queda el 50% de abajo, es decir, la mitad más pobre de cada país. En argentina, la segunda mitad de la población vive con el 17,9% de la riqueza, mientras que en Brasil y Chile tan solo ¡el 10%! Y en países de mejor distribución de los ingresos ronda el 26% como el los países escandinavos.  ¿Estados Unidos?: 13,5%.

Pero vale la pena detenerse tal vez en el número que lo expresa quizás con mayor irracionalidad. ¿Cuánto se lleva en los mencionados países el 1% más rico de cada nación? En Argentina ese minúsculo porcentaje de la población se queda con el 14,3% de la riqueza, en tanto que en Brasil representa un abrupto 27,6% y en Chile el 27,8% (que comparte niveles extraordinarios de desigualdad muy similares a los de Brasil). En Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca esos valores rondan el 10% y en Estados Unidos, para consolidar una muestra pareja de los mencionados países, el 1% más rico se queda con el 18,7% de la riqueza.

A simple vista puede verse el inaudito nivel de desigualdad, que en todos los casos demuestra que el 10% más rico concentra mayores ingresos que el ¡50%! menos rico, o más pobre. Esto sucede en todos los rincones del planeta, incluso en aquellas sociedades más igualitarias. La brecha, como indica Piketti, sería aún mayor si analizáramos la distribución de la riqueza (lo que poseemos) y no la renta (lo que ganamos en un año).

Una de las conclusiones a las que llega el investigador es el de las condicionalidades de la política: no todo es igual. Si bien, hay una preminencia del capital (principalmente financiero) sobre las economías de los estados nación, aquellos que hay tenido a lo largo de su historia políticas redistributivas consiguieron matizar estos efectos de manera notoria: En América Latina, podemos observar que Brasil, México y Chile son históricamente más desiguales que Argentina, Ecuador o Uruguay (donde se han implementado políticas sociales más ambiciosas durante varias décadas), y que la brecha entre estos dos grupos de países se ha ampliado en los últimos 20 años.

Y entonces, ¿qué hacemos con esto?, ¿cómo salimos en esta foto? Con mayor o menor tibieza, en algunos países del mundo se ha retomado la discusión de la creación de impuestos a las grandes (¡enormes!) fortunas y también, como contracara, la garantía de un salario universal que garantice las condiciones elementales de existencia de la población. La pandemia, que amenaza con empeorar aún más los números presentados, es también una oportunidad histórica para enfatizar sobre la necesidad de revertirlo. ¿Podremos desnaturalizar estos niveles de desigualdad?

Publicado en el periódico Otro Punto

La foto más fea

La construcción del juguete

Allá por el año 2016 el escritor argentino Pedro Mairal publica la novela La Uruguaya. El libro corrió el extraño sendero del éxito hasta convertirse en una especie de Best Seller, término curiosamente nunca traducido siendo que no significa otra cosa que mejor o más vendido. Se vendió mucho, digamos. Y tiene con qué.

La Uruguaya narra un día en la vida de un escritor argentino que debe cruzar de Buenos Aires a Montevideo en el barco Búquebus para cobrar regalías, en dólares, de un libro por comenzar. Las restricciones cambiarias fuerzan el viaje que representa también la posibilidad de escapar de su cotidianeidad y retomar una historia o recuerdo casi indistinguible de su imaginación. La fantasía de un día fuera del tiempo guía las acciones de un hombre que, a medida que decide sus próximas jugadas, describe y critica como en una voz en off las idealizaciones argentinas sobre la vida uruguaya. Esa tensión entre admiración y distancia entre las vecinas ciudades de Montevideo y Buenos Aires tal vez es una de los puntos más altos de la novela.

El modo confesional de dirigirse al lector -en realidad le habla a su pareja- lo vuelve adictivo. Es casi imposible parar de leerlo. Hay una interpelación cultural inmediata vehiculizada a través de breves reflexiones, comentarios en apariencia marginales o decisiones intempestivas del protagonista. Tal vez por eso, tal vez por la escritura precisa que no necesita florearse o quizás por la combinación de esas dos virtudes, La uruguaya captó la atención de otro de los proyectos más interesantes e innovadores del sur del continente: editorial Orsai.

Orsai decidió a finales del año pasado tomar nuevos riesgos, como cada vez que su creador y también notable escritor, Hernán Casciari, empieza un proyecto nuevo. La editorial compró los derechos de la novela para hacer el siempre complejo traspaso de lenguajes del escrito al audiovisual. Lo novedoso, además de llevar al cine un gran libro, es que la película se va a realizar “sin nadie en el medio”.

La revista Orsai, primera producción de la editorial homónima, tiene un sistema autogestivo de financiación, producción y distribución de su contenido. Para la realización de la película decidieron replicar el método con la complicación de que el costo de la producción es de, al menos, seiscientos mil dólares.

Para poder hacerla se necesitan seis mil personas (serán productores asociados) que pongan cien dólares cada uno o su equivalente en pesos, argentinos o uruguayos. Pero, esto no se detiene ahí. Los socios, o productores asociados que se conformen como inversores van a tomar también a lo largo de la producción que arrancará el mes que viene, decisiones creativas sobre el devenir del filme. Elección de actores o actrices u ocasionalmente también, poder participar como extras en la filmación. Un bono, un voto. Casciari te invita a participar de lo que él denomina “La construcción del juguete”. Aquellos que tengan la posibilidad de participar serán también partícipes de los dividendos de la producción, es decir: el dinero recaudado se va a repartir íntegramente entre los productores asociados.

En tiempos de “paquete cerrado”, invitaciones como estas son un perro verde, una extraordinaria rareza de origen. Porque los juguetes son acaso más lindos o más cercanos a nosotros si podemos darle sentido a la trama, al recorrido, a ese otro juego colectivo que va dando forma a las cosas que más nos gustan. Para hacer también con nuestros días, como dice Casciari, sencillamente algo hermoso.

Publicado en el Periódico Otro Punto

La construcción del juguete

La Gran Sala de Espera

Todos lo sabemos: hay una distancia entre lo que deseamos o necesitamos y el lapso que nos lleva conseguirlo. Lo que sucede en el medio es el tiempo perdido porque, como dice la canción, la vida es una gran sala de espera.

Volver a tu casa después del trabajo, acceder a la justicia, subirse a un avión o pagar una cuenta en el banco: todo lleva tiempo, todo conduce a una espera y la espera, como todo, o casi todo en este planeta, es desigual. Esperar el colectivo o volver manejando tu auto, llamar a un abogado amigo o hacer la fila en un juzgado, ser propietario de un pase prioritario en aeropuertos, en bares; los accesos a los medicamentos según las obras sociales, la atención médica, los peajes, la velocidad de internet, de tu celular; el ingreso a un estadio o un espectáculo, la obtención de un documento de identidad o un pasaporte, las cajas del supermercado, el pago por tu trabajo, la actualización del salario; conseguir un banco en una escuela; un turno en un dentista. Todo conduce a la espera, todas las actividades están mediadas por un tiempo improductivo pero que sin embargo podemos calcular o estimar según el estrato social y simbólico en el que nos ubiquemos. Si enfrentamos dos orígenes opuestos y preguntamos por las mismas esperas, las expectativas serán diametralmente disímiles. Y este conocimiento, sedimentado y preciso, se aprende con la experiencia de la vida dentro del mundo social: no todos tenemos derecho a una misma celeridad.

La espera es un padecimiento y el hacer esperar, como demuestra el sociólogo Javier Auyero, es un mecanismo de dominación. Las esperas generan subjetividades y disciplinan entre quienes deben esperar y quienes no están señalados como sujetos de espera. En su libro llamado Pacientes del Estado, Auyero analiza al Estado, la espera y la dominación política en los sectores populares. “Es una estrategia sin un estratega”, dice el autor, “no es que hay alguien que, a propósito, intencionalmente, hace esperar a los subordinados o desposeídos: así funciona la dominación política”.

Sin embargo, el uso de la espera como mecanismo disciplinador, no es patrimonio exclusivo de las prácticas políticas, sino que forma parte del más amplio sentido común. Nadie imagina siquiera encontrarse con algún personaje poderoso o reconocido en la cola de un hospital, en un bar, en la entrada de espectáculo o en la parada del colectivo. Hay sencillamente ciertos estratos sociales que no esperan. Para todos los demás, el tiempo muerto.

Hace pocos días se desenmascararon una serie de vacunaciones de privilegio de dirigentes políticos, empresarios y personalidades de los medios de comunicación que derivó en el justo despido del ministro de salud de la nación. Las denuncias se replicaron en distintas provincias y localidades, con lógicas más o menos similares. Funcionarios habían decidido de modo más o menos espontáneo, que había ciertas personas que debían razonablemente ser vacunadas sin mediar espera. Algunos parecieron incluso sorprendidos por las denuncias de anomalías. Una de las principales dirigentes de la oposición, en un gesto de sorprendente honestidad dijo: nosotros hubiéramos hecho lo mismo.

Dice Auyero que lo más complicado para un sociólogo es mirar relaciones: lo difícil es no mirar tanto a los actores, sino a las relaciones que los une y los separa. La naturalización de las relaciones de poder desenmascara acaso la condición elitista de la dirigencia política y la cercanía “química” con los estratos económicos y simbólicos más altos de las sociedades. Ahí arriba, la cosa fluye. La gran Sala de Espera, en cambio, deberá tener bien apretado su boleto y esperar que se lea, por fin, su nombre en la pantalla. 

Publicado en la Plataforma No Me Grites

La Gran Sala de Espera