Un día

Nina empezó la escuela hoy, como otros tantos niños y niñas en todo el país. Fue el primer día de, al menos, los próximos trece o catorce años, no lo sé. Es lunes a la mañana, cerca de las nueve y llegamos al colegio, esa mole intimidante de puertas y techos altos, de decenas de desconocidos igualmente nerviosos, ansiosos y expectantes. Está húmedo, es verano y estamos al lado de un río. Los pisos son de colores, las ventanas tienen rejas y guirnaldas (pienso en la potencia simbólica de esta combinación), las paredes con carteles, murales, indicaciones: todo habla, todo dice. La angustia de llevar puesto un guardapolvo, esa especie de mantel con mangas y cuello de elástico que todo lo cubre, se disuelve cuando Nina ve que todos visten igual, que los chicos y las chicas que estiran los brazos para medirse la temperatura corporal, todos llevan un sobretodo azul acampanado con un osito bordado al centro. Ya no es tan feo. Las medias blancas, altas, los pelos peinados con trenzas y rayas al medio, todos parecen ser parte, quizás por primera vez en sus vidas, de algo así como un equipo, de un conjunto de personas que comparten una vestimenta, un espacio y un tiempo. La escena es esperanzadora, hay una sensación inequívoca de que ahí mismo hay algo en construcción, algo nuevo que late, lo sienten los chicos, lo empujan los y las docentes que flexionan las rodillas ante cada uno que pasa, lo saludan, le sonríen, lo animan; y lo saben también los padres y madres, ese invitado obligado que nunca acaba de entender su lugar en este juego. Nos incitan a pasar, y pasamos, “por única vez”, aclaran. Me parece bien, digo. Nosotros entramos, la seguimos a Nina que ya no parece esperar nada de nosotros, que abre sus ojos grandes para absorber todo lo que la luz nos muestra, y pasamos por puertas que se abren, pero que no son las nuestras, salones grandes con aros de básquet y niños más grandes, más rejas, más colores, salas llenas de libros y “burbujas”, el nuevo nombre para decir aulas: cruzamos la azul, la amarilla, la verde y por fin llegamos a la roja. Nuestra burbuja. Ahí va Nina. La seño Dai que conocimos por whatsapp en modo pandemia, no parece la misma, ahora tiene barbijo y usa una máscara transparente como de una soldadora, pero se encarga de reír con lo que apenas podemos reconocer: se le estiran los ojos, se enrolla levemente la frente y los hombros se fruncen hacia arriba. Hola Nina, dice, y Nina pasa adentro como si siempre lo hubiera hecho igual. Elige su silla, la que le indican, y apoya su bolsita sin mirar atrás. Todo empieza ahí. En ese momento. Y nos miramos con Leti, porque sobramos ahí, porque ese lugar que tanto miedo y tanta ilusión nos genera, nos está diciendo que estamos de más. Entonces salimos despacio y alargando el camino, (María la Paz, la paz) como quién espera que le inviten un último café, pero nadie lo hace y nos subimos al auto y lloramos porque no hay otra cosa que podamos ni queramos hacer. Ponemos música. Es alegría, es inseguridad, es miedo: es la más profunda felicidad. Más tarde, y ya con el corazón en calma, noto que situaciones como éstas deben estar pasando en las cerca de 60 mil escuelas en todo el país: sesenta mil. Es un número inmenso que tendemos a naturalizar. La trama educativa involucra, en todos los niveles, a cerca de 15 millones de personas, entre alumnos y docentes.  Imagino escenas como la de esta mañana, multiplicadas por tantas. Imagino cientos de miles de niñas como Nina, o Francisco, o Pilar, o Mateo. Sus familias, sus maestros. Sus expectativas. ¿Es esto el futuro? No sé. O acaso el futuro no sea un lugar imaginario sino tan solo esa chispa del presente que pone los motores a funcionar. Un día. Como hoy.  

Publicado en el periódico Otro Punto

Un día

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